Llueve con alerta roja. Dos días de intensas lluvias que se cuelan por los rincones de mi tierra, enturbiando las aguas claras. El cielo se ha vuelto un manto gris interminable, pesado, que arrastra consigo recuerdos y silencios. Hasta las nubes coronan las cercanas montañas con sonidos de golpeadas gotas, como si la lluvia quisiera imponer su propio ritmo sobre la vida.
Tumbado en la cama, enciendo la luz de la mesilla de noche para que parezca que el sol calienta mi buscada piel. Cierro los ojos y me invento un verano que ya no existe, una claridad que hoy no llega. Quedan ganas de sol, de caricias ardientes y deseos anhelados, de sentir el aire tibio rozando la piel como unas manos poderosas y firmes.
La lluvia insiste, incansable, mientras yo me aferro a la memoria del calor, a la esperanza de que tras las nubes, tarde o temprano, volverá a brillar el sol.
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