sábado, 23 de febrero de 2013

Descubriendo el arte



Desde aquel día en la cala, las incertidumbres se agolpaban en mi cabeza martilleándome con una sola palabra ¿por qué?

Nunca me había fijado en un hombre, nunca había sentido atracción física, es más, me repelían, incluso me daba asco más de uno con su falta de modales e higiene. ¿por qué ahora?

Así que comencé a buscar en mi subconsciente hasta dar con mi fascinación por el arte, y como no, por el canon de belleza clásico. En el BUP, un profesor de arte nos aleccionó sobre la belleza de la estatuaria griega masculina, resaltando sus proporciones por encima de la femenina.

Doríforo de Policleto. siglo I a. de Cristo.
Museo Arqueológico de Nápoles
En realidad, las esculturas que personifican a mujeres, aunque proporcionadas, nos trasladan a féminas más bien robustas y sin sensualidad, de ojos grandes, nariz afilada, cabello ondulado detrás de la cabeza, y los senos pequeños y torneados. En cambio, el ideal masculino estaba basado directamente y exclusivamente en los atletas y gimnastas, puesto que a los atletas y a los dioses se les atribuían cualidades comunes: equilibrio, voluntad, valor, control, belleza.


Los artistas griegos y romanos fueron los que suministraron el estándar para la belleza masculina en la civilización occidental. De este modo el ideal de belleza fue definido como un hombre alto, musculado, de piernas largas, pelo fuerte y poblado, frente alta y amplia como signo de inteligencia, ojos de juego amplio, una nariz enérgica y perfil perfecto con una boca pequeña y una mandíbula poderosa. Esta combinación de elementos impresionaba la mirada impregnándola de hermosa masculinidad.

Discóblo de Mirón. S. I a. de Cristo.
Aquellas palabras las guardé en mi interior, y en base a ellas discutí muchas veces con amigos. De entrada, ellos no entendían como podía decir que era más bella la estatua del Discóbolo de Mirón que la de la Venus de Milo. Les pedía que desnudasen a ambas también de todos los deseos, de su machismo, de todas las connotaciones sexuales,  y que solo mirasen, que  decidieran     con los ojos del arte. Entonces, todos me daban la razón.

De entre todas, la discusión más fuerte la mantuve con mi mujer en el Museo del Prado una mañana de invierno, de ello hace más de diez años. Era extraño que una mujer de su sensibilidad e inteligencia admitiese como más bella la escultura femenina, y encima siendo mujer. Puse tanto empeño en mis explicaciones que al final cedió, porque sus ojos miraron con la visión del arte. Ahora comprendo el porqué de su terquedad, tanto énfasis por mi parte le dio miedo a que su marido viese tan bellas obras con los ojos del deseo.

Así, poco a poco, aprendí a reconocer la belleza del cuerpo masculino. Pero quedaba en eso, en admirar la belleza de una obra de arte, nada más, o al menos eso creía.


Venus de Milo.
Museo del Louvre Paris
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