Las olas lamen la orilla con la paciencia de quien ha aprendido a esperar, y el aire salado aún conserva el calor del día, abrazando la piel como un recuerdo que no quiere irse.
El cuerpo, tendido entre la arena y la espuma, como si buscara fundirse con la misma playa, atrapando momentos intensos ya vividos.
Es un gesto de entrega a la naturaleza, a la existencia del cuerpo. Hay algo sagrado en esa postura: la osadía del que se atreve a sentirlo todo.
A su alrededor, el murmullo del mar y la soledad de la tierra. Para él, el tiempo se ha detenido. En ese momento es sólo piel, sal, luz y el aroma de otro cuerpo en su piel entregada.
El sol se rinde lentamente al horizonte.
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