Estos días el calor se ha resuelto
caliente. Ha llegado desatado por el viento de poniente con temperaturas más
propias del verano más pleno. Hasta en la sombra agobiaba. Tan radiante que
destellaba en brillos de faca, con olor dulzón a flor de tilo que espera su
cosecha, penetrando a dentelladas en la desnuda piel. Por momento se mostraba tan
violento que era como recibir un inesperado golpe en la cara. De los que te
dominan como una raza caída en la densidad de su historia.
Pensar en el mero contacto con
otro cuerpo hace que el calor aumente hasta lo indecible. Solo apetece estar
solo. Inundarse de agua con la que refrescar la abrasadora piel. Mojarse hasta
que el calor quede impregnado en cada gota de agua, en cada transparencia de la
consciencia.
La bañera, la piscina, la playa,
el lago, el pantano o el río son el mejor aliado. El único que alivia de
calores externos, porque al calmar la piel con el agua se encienden aquellos otros
calores que nos invaden desde dentro, desatando las ganas de otra piel.
Contradicciones de un cuerpo expuesto a los delirios del calor más soleado.

Estos días me siento peregrino de
agua con la que calmar el calor radiante, el que quema como una llama turbada
por lo desconocido. Dicen que en medio de tanto ardor lo mejor es beber
directamente del grifo, como se dice popularmente por aquí “a morro”, para que
la frescura de tan preciado liquido calme tanta excitación, fogosa y caliente,
como el viento que sopla estos días entre los árboles de mi presencia.
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