El reloj de pulsera marca con sus precisas saetas las cuatro.
Podrían ser las cuatro de la tarde, recién levantado de una apetecida siesta con ganas de comerse la vida: pero podrían ser las cuatro de la madrugada de una noche en vela escribiendo palabras convertidas en apetito y ganas.
Tan solo se muestra inalterable una taza de café apoyada en el suelo. No importa la hora en la que tomar impulso, en la que beber la emulsión con la que retomar fuerzas. Esa última gota que se queda impregnada en los labios al igual que quedo el gustillo de tu beso.
En los númenes felices no importa la hora, solo importa el sabor de la última gota sin punto final.
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