Este verano me está resultando el menos verano de todos los que he vivido. La pandemia le ha golpeado fuerte, tanto que lo ha dejado sin ganas. A ello se le suma el estar solo en casa por las circunstancias laborales de mi mujer.
Ha quedado un verano con apenas tertulias y cenas con los amigos, sin fiestas populares, sin paseos por la orilla del mar, sin largas conversaciones al fresco de la calle... sin ella. Y ¡no! no es por propio miedo, aunque le tenga mucho respeto al coronavirus. No puedo luchar contra el miedo ajeno, tampoco contra la distancia que nos separa. Toca vivir esta situación y hay que adaptarse de la mejor manera, aunque cueste encontrar la parte positiva.
El confinamiento se me hizo muy llevadero, pero después de pasar unas semanas con ella, la vuelta a casa se ha vuelto un tanto insoportable. Sin su presencia me faltan las ganas de gozar de los placeres de la vida, que no de la vida en sí misma.
Tengo el mar cerca, y con todo, solo he estado un par de horas en mi estimada playa. El encuentro con mi amigo fue sensacional, aunque me golpease con sus duras olas y sus gotas turbasen mis sentidos. Se había vestido de amarillo, aunque parecía moderado, trasparente en sus aguas, amigable e incondicional. Refrescó mi cuerpo, medité desnudo en la arena, el sol me acarició en mi sentir, y seguía faltando el aire de mujer.
Desde mi dualidad, deseo tener tiempo para mis cosas y cuando lo dispongo añoro lo más importante, sentir el amor de mi pareja, gozarla, deleitarse en su piel, en sus palabras, en sus besos.
Este verano las vacaciones no existen, todo rueda con la terrible nueva normalidad de la pandemia. Días iguales se suceden desde hace meses con la incertidumbre del mañana. El verano subsiste en su estación más triste. Antes que sus días se fundan en el otoño, volveré a tener su presencia en casa. Ganas de esos días.
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